El Niño Que Nos Hizo Adultos

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Las sesiones con mis pacientes me han llevado a comentarles que una de las cosas que debiéramos tratar de encontrar durante el tratamiento es entender qué nos ha hecho ser lo que somos, qué nos ha llevado a actuar y pensar como lo hacemos ahora que hemos llegado a la vida adulta.

Y entonces a través de su discurso y sus recuerdos se van dando ciertas memorias y recuerdos que explican mucho de lo anterior.

Porque finalmente la vida no es más que la convergencia de una serie de eventos vividos que van conformando nuestro ser.

Pero la cosa no es simple, no todos han tenido la suerte de tener una infancia libre de sobresaltos. Yo incluso me atrevería a decir que ningún niño ha vivido una infancia libre de tensiones y temores.

Digo esto porque el simple hecho de tener la curiosidad propia de descubrir el mundo hace que el niño se enfrente a obstáculos, definiciones y concepciones que se vierten desde su propio entorno y su propia percepción.

Son diversos los ámbitos que influyen en la conformación de una personalidad: la familia, los padres, la escuela, los amigos, la cultura en la que nacemos, las condiciones de vida y un sinfín de factores contribuyen a dar un adulto como resultado.

Hay por ejemplo padres comprometidos con el amor, con la supervisión y el cuidado. Hay padres que han tenido que pasar por la penosa experiencia de dejar a los pequeños por largos periodos por cuestiones económicas, en la búsqueda de una solvencia económica de la familia, pero que han dado amor incondicional al mismo tiempo.

Existen padres y madres que abandonan, aunque estén físicamente presentes también.

A dónde quiero llegar es que desde que somos pequeños debemos aprender, aunque sea por instinto, a sobrevivir nuestro entorno.

Hay, por ejemplo, frases que marcan como si fueran dagas. Etiquetas que se absorben en la mente de los niños que los hacen vivir con una personalidad que muchas veces no es es la propia. Es simplemente el resultado de lo escuchado, sentido y percibido desde el ambiente en el que fue desarrollándose.

Existen dos polos en este aspecto, caer en darle al pequeño un ambiente tan hostil, exigente y crítico que pudiera provocarse un adulto inhibido, inseguro y sumiso, por ejemplo. También podría darse el caso de un adulto resentido y tirano imitando lo aprendido y recibido.

Y no quiero excusar esta situación, pero la mayoría de las veces sospecho que los padres hicieron lo que pudieron con lo que tuvieron, es decir, yo diría que es un fenómeno transgeneracional donde se repiten desde muchas generaciones anteriores esos patrones y se cree que están siendo educadores justos.

Lo cierto es que coincido con aquellas propuestas que dicen que no podemos educar a nuestros hijos como fuimos educados nosotros porque somos otros padres, en otro contexto, en otra coyuntura y en otras circunstancias. Eso no nos exime de la responsabilidad de educar desde la coherencia, el amor, la inclusión y los límites.

Otros casos también nos podrían presentar el lado contrario de la moneda. Porque hay padres que tienen muchas expectativas de triunfo en los hijos y los inundan con etiquetas de éxito y puede entonces darse un falso sentido que provoque la sobre exigencia y un super yo tirano.

Que en vez de ser una guía protectora resulte un lastre tan pesado que el adulto en que se conviertan será probablemente un competidor despiadado, un narcisista o un ser frustrado porque, aunque alcance éxito nunca se detendrá a saborearlo.

Con todo lo anterior, tenemos dos escenarios posibles: la repetición de patrones por identificación e inclusive porque así tal vez se gane la aceptación de la función paterna o bien, hacer lo que en psicoanálisis se conoce como una vuelta en lo contrario en el intento de negar cualquier identificación con lo doloroso.

Los niños suelen ser crueles con otros niños por competencia natural, los niños que han recibido agresión van a agredir y en ninguno de estos escenarios se esperaría un adulto tolerante y equilibrado.

Lo que quiero decir con esto es que me gustaría desmitificar la imagen de que la infancia es una etapa en la que casi casi estamos obligados a ser felices. Los niños pasan por toda una gama de emociones y altibajos igual que los adultos. Acercarlos sin temor a estos fenómenos probablemente nos dará como resultado un adulto más centrado y fortalecido.

Sin embargo, hay algo que no debiéramos perder de cuando fuimos niños, esa inocencia nata que nos hacía dar amor incondicional, confiar y llorar. Este mundo sería más empático, creo yo.

Solo me resta invitarlos a recordar esos días de lluvia y lodo, de risas alocadas con los amigos, del regaño por la cartulina pedida a último momento… ¡Y a vivir el privilegio de ser adultos!

Mónica Chong Psicoanalista